EL
CAFÉ ESTABA AMARGO
De mi nacimiento no recuerdo mucho, sé que fue en
Inglaterra, y de muy pequeñas mis hermanas y yo, después de un largo viaje,
fuimos a parar a la vidriera de una famosa casa de vajillas importadas.
Allí nos quedamos un tiempo hasta que una señora muy
arreglada se interesó por nosotras, nos miró del derecho y del revés para
asegurarse que estuviésemos bien de salud y tras el pago nos llevó a su casa.
¡Qué decepción ¡ nos envolvió en papel de seda y nos
encerró en un baúl.
No sé cuanto tiempo estuvimos allí pero seguramente
estábamos otra vez en viaje por el traqueteo que no nos dejaba descansar.
Por fin volvimos a ver la luz, esta vez la señora
nos lavó, nos secó y nos acomodó en una hermosa vitrina.
Desde ese lugar veíamos pasar la vida de la casa.
Primero todo estaba en orden, luego llegaron los niños, tres en total, todos
varones y se acabó la calma.
Eso sí todos los domingos, la familia se reunía para
almorzar, alrededor de la gran mesa del comedor, vestida con un impecable
mantel de hilo bordado a mano, sí por las propias manos de la señora. Luego era
nuestro turno para lucirnos. Todos nos elogiaban, éramos las tazas de café
perfectas, porcelana pura, colores nacarados, ribetes dorados y una forma
ideal.
El café gracias a nosotras sabía más exquisito.
La dueña de casa no permitía que nadie se ocupara de
nuestro aseo, ella personalmente lo hacía y volvía a colocarnos en la vitrina.
Así fueron pasando los años, los niños crecieron, se
casaron y con el tiempo aparecieron nuevos niños. ¡Otra vez el desorden! Pero
solamente cuando venían de visita.
Los domingos seguían con el ritual de los almuerzos
y el cafecito con torta.
Pero había algo que no me gustaba – las nueras- así
las llamaba la señora, no nos sacaban los ojos de encima.
Que éramos importadas, que no se conseguían, que el
formato, que el color, la transparencia y no sé cuántas cosas más.
La cuestión que convencieron a la señora y
decidieron que para preservar nuestra salud, debíamos permanecer en la vitrina.
El tiempo siguió su curso y la dueña de casa fue
envejeciendo.
Caminaba
lentamente, no veía bien, el cabello se le puso blanco y un buen día se durmió
en su sillón y no la pudieron despertar.
Allí comenzó nuestro calvario, al volver del Jardín
de Paz, vinieron directo a la vitrina- las nueras- que me las prometió a mí,
que yo soy la primera , que mejor las repartimos, que así no sirve. La cuestión
que llegaron los maridos y pidieron tomar un café en las tacitas de mamá. Así
volvimos a salir de la vitrina.
Al finalizar los tres al unísono dijeron, el café
estaba amargo, no era como el de mamá.
En silencio, ELLAS nos recogieron en una bandeja y
yo creo que fue el alma de la señora la que las hizo tropezar y provocó nuestra
muerte, así nos reuniríamos en el más allá, lejos de la codicia. Realmente el
café de nuestra despedida estaba amargo.
LUISA FRONTERA
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